En mi adolescencia, vivía con mis padres en la vieja casa del barrio Ventilador, en Neiva, casa que mi padre construyó. Me quedó grabado para siempre aquella noche cuando le vi postrado y enfermo. Mi padre se sentía muy débil, sus fuerzas lo habían abandonado y parecía como si su alma estuviese por partir, dejando sólo un cuerpo moribundo, siendo el dolor intenso de su quejido en su pecho el anuncio de un infarto agudo serio y final.
Cuando se dio cuenta que moría, tomó mi mano y susurró en mil oído, con sus muy pocas fuerzas que algún día fuera hasta su pueblo natal de Piedras, cerca de Ibagué, en el departamento del Tolima. Me pidió que visitara las playas del Río Opia, único en Colombia con ostras de agua dulce, que visitara una casita de bahareque donde vivió con mi abuela Cervelia Moreno Troncoso, que era un lugar muy hermoso por los recuerdos. Me dijo que allí encontraría a su alma, reposando sobre la línea azul en el horizonte del Río Opia.
Y luego, sumergido en los dominios de esas fantasías, de aquellos paisajes donde el río le suspiraba grandes alegrías y las olas se deslizan cantando sobre la arena parda, lo habían trasladado lejos, muy lejos pero que él describía cerca y muy cerca, proyectándose sobre su cuerpo los rayos sombríos de la muerte.
Remembranzas de mi padre, que me enseña desde niño que además del
palustre, el agua, la arena y el cemento, es decir después del trabajo
arduo - me dijo- solo la lectura te hará feliz, al menos en la
geografía amada de tu conciencia.
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