En mi adolescencia, vivía con
mis padres en la vieja casa del barrio Ventilador, en Neiva, casa que mi
padre construyó. Me quedó grabado para siempre aquella noche cuando
le vi postrado y enfermo. Mi padre se sentía muy débil, sus fuerzas lo
habían abandonado y parecía como si su alma estuviese por partir,
dejando sólo un cuerpo moribundo, siendo el dolor intenso de su quejido
en su pecho el anuncio de un infarto agudo serio y final.
Cuando
se dio cuenta que moría, tomó mi mano y susurró en mil oído, con sus
muy pocas fuerzas que algún día fuera hasta su pueblo natal de Piedras,
cerca de Ibagué, en el departamento del Tolima. Me pidió que visitara
las playas del Río Opia, único en Colombia con ostras de agua dulce,
que visitara una casita de bahareque donde vivió con mi abuela Cervelia
Moreno Troncoso, que era un lugar muy hermoso por los recuerdos. Me dijo
que allí encontraría a su alma, reposando sobre la línea azul en el
horizonte del Río Opia.
Y luego, sumergido en los dominios de esas
fantasías, de aquellos paisajes donde el río le suspiraba grandes
alegrías y las olas se deslizan cantando sobre la arena parda, lo habían
trasladado lejos, muy lejos pero que él describía cerca y muy cerca,
proyectándose sobre su cuerpo los rayos sombríos de la muerte.
Remembranzas de mi padre, que me enseña desde niño que además del
palustre, el agua, la arena y el cemento, es decir después del trabajo
arduo - me dijo- solo la lectura te hará feliz, al menos en la
geografía amada de tu conciencia.
Años después , para unas fiestas de un 20 de enero, día de San
Sebastián, visité el municipio de Piedras Tolima. Recuerdo que ese día
estaban de gozo, celebrando con bailes y misas sus fiestas patronales. A
la salida del pueblo, cuando el río Opia besa el terruño de mi padre,
por la margen izquierda, divisé una blanca y hermosa casita de bahareque
pintada de cal, como si fuera nueva, con una puerta antigua de dos
abras, una superior y otra inferior y una
ventanita minúscula de colores verdes. Golpee pasito sobre la puerta,
desprendiendo sus maderas, gratos sonidos musicales , pero se fue
abriendo con la velocidad fantasmal propia de las casas abandonadas.
Entré, expectante, la soledad y el silencio solemne me erizaron todo el
cuerpo. Miraba los rincones y el techo, el piso y los taburetes, dos
cujas, un espejo que dimana una imagen borrosa y gris, que al acercarme
se fue saliendo de él, era el alma de mi padre que se acomoda en mi
pecho, por ello la llevo grabada en mi corazón. También vi una hamaca,
que al mirarla denunciada su desuso de décadas, lo mas deslumbrante
estaba sobre una vitrina que en lugar de vidrio tenía un anjeo roto,
había un cuadro, con su asa de caulla por encima, voltee el cuadro y con
sorpresa aparece una foto antigua de mi padre, tomada en su juventud.
Sentí tanto miedo que salí obligado por los nervios el sobresalto
Luego. averigüé con algunos moradores de la comarca, que comentan que la
casita hace 30 años está abandonada, que las ánimas impiden que entren
los ladrones, que la casa no se deteriora porque los espíritus la
mantienen contra los siglos y siempre sus paredes blancas.