𝙇𝘼 𝘾𝙄𝙏𝘼 𝙌𝙐𝙀 𝙅𝘼𝙄𝙈𝙀 𝙉𝙊 𝘾𝙐𝙈𝙋𝙇𝙄𝙊́
Por: Alfonso Tovar Marroquín
𝘓𝘢𝘴 𝘮á𝘴 𝘥𝘦𝘴𝘨𝘢𝘳𝘳𝘢𝘥𝘰𝘳𝘢𝘴 𝘭á𝘨𝘳𝘪𝘮𝘢𝘴 𝘲𝘶𝘦 𝘴𝘦 𝘷𝘪𝘦𝘳𝘵𝘦𝘯 𝘴𝘰𝘣𝘳𝘦 𝘭𝘰𝘴 𝘴𝘦𝘱𝘶𝘭𝘤𝘳𝘰𝘴, 𝘵𝘪𝘦𝘯𝘦𝘯 𝘴𝘶 𝘰𝘳𝘪𝘨𝘦𝘯 𝘦𝘯 𝘱𝘢𝘭𝘢𝘣𝘳𝘢𝘴 𝘯𝘶𝘯𝘤𝘢 𝘥𝘪𝘤𝘩𝘢𝘴 𝘺 𝘦𝘯 𝘢𝘤𝘤𝘪𝘰𝘯𝘦𝘴 𝘫𝘢𝘮á𝘴 𝘦𝘮𝘱𝘳𝘦𝘯𝘥𝘪𝘥𝘢𝘴: 𝗛𝗮𝗿𝗿𝗶𝗲𝘁 𝗕𝗲𝗲𝗰𝗵𝗲𝗿
𝗘𝘀𝘁𝗲 𝗮𝗿𝘁í𝗰𝘂𝗹𝗼 𝗹𝗼 𝗲𝘀𝗰𝗿𝗶𝗯𝗼 𝗰𝗼𝗺𝗼 𝗵𝗼𝗺𝗲𝗻𝗮𝗷𝗲 𝗮 𝗺𝗶 𝗵𝗲𝗿𝗺𝗮𝗻𝗼 𝗮𝘀𝗲𝘀𝗶𝗻𝗮𝗱𝗼; 𝘀𝗲 𝘁𝗿𝗮𝘁𝗮 𝗱𝗲 𝘂𝗻 𝗲𝗻𝘀𝗮𝘆𝗼 𝗮𝗹 𝗲𝗽𝗶𝗹𝗼𝗴𝗼 𝗱𝗲 𝘀𝘂 𝘃𝗶𝗱𝗮. 𝗦𝗶𝗻 𝗲𝗹 𝗺𝗶𝗲𝗱𝗼 𝗱𝗲 𝗰𝗮𝗲𝗿 𝗲𝗻 𝗲𝘅𝗮𝗴𝗲𝗿𝗮𝗰𝗶ó𝗻 𝘆 𝗰𝗼𝗻 𝗲𝗹 𝗽𝗲𝗹𝗶𝗴𝗿𝗼 𝗱𝗲 𝗶𝗻𝗰𝘂𝗿𝗿𝗶𝗿 𝗲𝗻 𝗲𝗹 𝗳𝗲𝗼 𝗽𝗲𝗰𝗮𝗱𝗼 𝗱𝗲 𝗹𝗮 𝗰𝘂𝗿𝘀𝗶𝗹𝗲𝗿í𝗮, 𝘁𝗮𝗺𝗯𝗶é𝗻 𝗲𝘀 𝘂𝗻𝗮 𝗲𝗹𝗲𝗴í𝗮 𝗮 𝗹𝗮𝘀 𝘃í𝗰𝘁𝗶𝗺𝗮𝘀 𝗱𝗲 𝗹𝗮 𝘃𝗶𝗼𝗹𝗲𝗻𝗰𝗶𝗮 𝗮𝗿𝗺𝗮𝗱𝗮 𝗽𝗼𝗿𝗾𝘂𝗲 𝗼𝗯𝘀𝗲𝗿𝘃𝗼 𝗾𝘂𝗲 𝗲𝗹 𝗽𝗮í𝘀 𝗻𝗼 𝗵𝗮 𝗰𝗮𝗺𝗯𝗶𝗮𝗱𝗼 𝗻𝗮𝗱𝗮, 𝗱𝗲𝘀𝗽𝘂é𝘀 𝗱𝗲 é𝘀𝘁𝗮 𝘆 𝗺𝘂𝗰𝗵𝗮𝘀 𝗺𝘂𝗲𝗿𝘁𝗲𝘀 𝘁𝗿á𝗴𝗶𝗰𝗮𝘀 𝗰𝗼𝗻 𝗹𝗮𝘀 𝗾𝘂𝗲 𝗵𝗲𝗺𝗼𝘀 𝗲𝗺𝗽𝗲𝗾𝘂𝗲ñ𝗲𝗰𝗶𝗱𝗼 𝘁𝗼𝗱𝗼𝘀 𝗹𝗼𝘀 𝗵𝗼𝗿𝗶𝘇𝗼𝗻𝘁𝗲𝘀 𝘆 𝗻𝗼𝘀 𝗰𝗼𝗻𝘃𝗲𝗿𝘁𝗶𝗺𝗼𝘀 𝗲𝗻 𝘁𝗲𝘀𝘁𝗶𝗴𝗼𝘀 𝗺𝘂𝗱𝗼𝘀 𝗱𝗲 𝗻𝘂𝗲𝘀𝘁𝗿𝗮 𝗽𝗿𝗼𝗽𝗶𝗮 𝗱𝗲𝘀𝘁𝗿𝘂𝗰𝗰𝗶ó𝗻 𝘀𝗶𝗻 𝗽𝗼𝗱𝗲𝗿 𝗰𝗼𝗻𝘁𝗲𝗻𝗲𝗿 𝗹𝗮 𝗺𝗮𝗿𝗲𝗷𝗮𝗱𝗮 𝗱𝗲 𝗺𝘂𝗲𝗿𝘁𝗲 𝗾𝘂𝗲 𝗿𝗼𝗻𝗱𝗮 𝗮 𝗻𝘂𝗲𝘀𝘁𝗿𝗼 𝗽𝗮í𝘀 𝘆 𝗾𝘂𝗲 𝗻𝗼𝘀 𝗱𝗲𝗷𝗮 𝘁𝗮𝗻𝘁𝗮 𝗶𝗻𝗰𝗲𝗿𝘁𝗶𝗱𝘂𝗺𝗯𝗿𝗲, 𝗾𝘂𝗲 𝘀𝗼𝗻 𝗺á𝘀 𝗹𝗮𝘀 𝗽𝗿𝗲𝗴𝘂𝗻𝘁𝗮𝘀 𝗾𝘂𝗲 𝗹𝗮𝘀 𝗿𝗲𝘀𝗽𝘂𝗲𝘀𝘁𝗮𝘀.
El médico 𝙅𝘼𝙄𝙈𝙀 𝙏𝙊𝙑𝘼𝙍 𝙈𝘼𝙍𝙍𝙊𝙌𝙐Í𝙉 (1954-1991) había pasado por mi casa ese martes 21 de mayo de 1991 a despedirse porque viajaría a un congreso de Cirugía Plástica en Medellín y a dejarme las boletas de entrada a la feria agropecuaria que se realizaba en el recinto ferial de CEAGRODEX, en Neiva. Por encargo de Jaime, el siguiente domingo (26), nos encontraríamos para que le ayudara a escoger un caballo de paso fino que quería comprar y estrenarlo montando en las cabalgatas del Sampedro, unos días después, durante el mes de junio. Le gustaban mucho las fiestas del Sampedro pues había nacido el 20 de junio de 1954, en plenas celebraciones de las tradicionales fiestas del Sanjuan.
Lo acompañé a despedirse de nuestra madre y ella le dijo muy angustiada, como presagiando algo grave: “Es un viaje muy largo y apresurado ¿Por qué no se va en avión?”. Y Jaime le respondió: “Mamá, sumercé sabe que soy buena cuchara y me gusta parar de tienda en tienda, por eso viajo por tierra, además, en los aviones, no sé porque razón, piden ajustarse los cinturones, justo antes de servir la comida; y de regreso, necesito pasar por Manizales a recoger a Vicky y al niño”. Eran su querida esposa y su pequeño hijo Jaime Andrés.
Las palabras que me dijo la última vez que nos vimos, fueron: guárdeme el puesto en la feria que yo llego el domingo a comprar el caballo.
Salvo dos llamadas que le hizo a nuestra adorada madre desde Medellín para reportarse y saber cómo estaba ella (era habitual en él), no volvimos a saber de Jaime hasta el siguiente sábado, 25 de mayo hacia las 7 de la noche, cuando nos dieron la trágica noticia de que, en confusas circunstancias, habían asesinado a Jaime en su viaje de regreso, llegando a Manizales.
Jaime había sobrevivido a la vida, a la locura cotidiana, a las dificultades, a los desamores y a la dura prueba de ser el niño y el hombre que había conocido el valor como compañero constante. Pero, lo más próximo a la vida-sin paradoja-es la muerte. Fue una víctima más de este espiral de violencia y de terror que deja la atmosfera sórdida de la guerra sembrando dolor en un país donde el delincuente toma cuanto quiere, incluso la vida de sus semejantes, si estorba a sus propósitos y los hace juguete de su poder vandálico. Nadie sabe exactamente la forma como se desencadenó el hecho, lo cierto es que Jaime transitaba por parajes infestados de despreciables traficantes del dolor y mercaderes de la muerte. Según reza el expediente, eran unos reinsertados de la guerrilla que tendían su manto lúgubre sobre la vida de inocentes transeúntes y que Jaime no estuvo en capacidad de medir y sopesar en su dramática realidad, razón por la cual, confió en los asaltantes que lo abordaron para arrebatarle la vida y sus pertenecías. No se sabe si reaccionó ante el aleve ataque porque consideró injustas las razones de sus atacantes-no era una característica de Jaime-. Muchas veces, nos inclinamos a confiar en quienes no conocemos porque nunca nos han defraudado.
Entiendo que la muerte es una realidad por la que todos, tarde o temprano, atravesaremos a lo largo de nuestra vida, pero que se pierdan vidas prematuramente y de esa forma, es un acto tan absurdo como aciago, incluso, cuando la esperanza de vida aumenta en todas partes, y la muerte de Jaime, nos ha dejado sin palabras.
Mi hermano Hugo (QEPD), era el más indicado para conocer el expediente. En una magistral crónica, contó todos los detalles que rodearon éste desafortunado episodio por el cual nunca volvimos a ser los mismos. En la noche de aquel sábado, el destino nos había castigado con el golpe más duro que hemos recibido, acompañado del más grande dolor, impotencia y la más intensa ira que nos atravesó la piel como latigazos sobre la carne viva y nos desencajó el alma, especialmente, por un detalle del informe forense que me llamó la atención y decía: “…𝙩𝙚𝙣í𝙖 𝙡𝙤𝙨 𝙥𝙪ñ𝙤𝙨 𝙮 𝙡𝙤𝙨 𝙙𝙞𝙚𝙣𝙩𝙚𝙨 𝙖𝙥𝙧𝙚𝙩𝙖𝙙𝙤𝙨 𝙮 𝙨𝙚 𝙚𝙣𝙘𝙤𝙣𝙩𝙧ó 𝙥𝙖𝙨𝙩𝙤 𝙖𝙙𝙝𝙚𝙧𝙞𝙙𝙤 𝙖 𝙡𝙤𝙨 𝙙𝙚𝙙𝙤𝙨 𝙙𝙚 𝙡𝙖𝙨 𝙢𝙖𝙣𝙤𝙨…”; es decir, para expresarlo del modo menos dramático, si Jaime alcanzó a ser consciente de su muerte, en ese instante de su vida, se sintió tan vulnerado en su integridad y sometido a tan cruel agonía con un balazo que le taladró el tímpano, y en el angustioso afán del moribundo que quiere vivir y siente que se le va la vida, su brazo aún vivo agarró con tal fuerza al puño que ceñía su única esperanza de vida que, me imagino, ajada todavía está la grama que le sirvió de colchón y con la cual, aferrado a ella, quiso burlar su propia muerte.
Al leer el informe, confieso que mi abatimiento fue tan grande y experimenté tan honda y penosa impresión de tristeza que me traspasó el corazón y me dejó aturdido el espíritu. Ese día, no solo asesinaron a un joven lleno de salud y de ilusiones; con él murió un poco de mí y siento que me arrancaron un pedazo de mi alma. La vida familiar sufrió profundas modificaciones, se tornó pesarosa y en alguna parte de nuestra conciencia se esconden la amargura y el dolor más profundo por tantos sueños fallidos, por tanta vida que se fue en un instante, inesperadamente y tan temprano.
Jaime era el quinto de mis hermanos y el número de orden que me correspondió entre ellos, curiosamente, está entre los que se han ido y eso me daba cierta cercanía y preferencia entre ellos y hacia ellos, pero muchas veces he querido estar en su lugar, así ellos estuvieran en mi lugar terrígeno para dar alivio a la constante pena que padecieron nuestros padres hasta el final de sus días. La muerte de un hijo nunca está en el guion de la vida de un padre y no se supera jamás. Las personas estamos preparadas para asistir al fallecimiento de los padres, pero no el de los hijos. Perder a un hijo es algo que va contra natura, rompe los esquemas de una familia y provoca un estrés emocional difícil de evitar; aprender a vivir con esa ausencia provoca una mezcla confusa de dolor e incertidumbre.
El tiempo se detuvo para siempre ese día y, muy en el fondo de mi corazón, espero que se repita el milagro de Lázaro: levántate y anda, o abrigo la esperanza de que le hubiera sucedido a Jaime lo que describe la famosa canción que tanto le gustaba interpretar: El muerto vivo del compositor Guillermo González Arenas, basada en un acontecimiento real, cuyo estribillo reza: “…𝘯𝘰 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘣𝘢 𝘮𝘶𝘦𝘳𝘵𝘰, 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘣𝘢 𝘥𝘦 𝘱𝘢𝘳𝘳𝘢𝘯𝘥𝘢…”. Pero no, prefiero pensar que lo mató el corazón por ser bueno y servicial; he tenido que aceptar el gran vacío de su ausencia, aceptar que allí se cerraron sus ojos y se eclipsó su estrella; que su verdor y juventud se ajaron prontamente, pero la lozanía de su recuerdo pervive como un recurso compasivo contra la tristeza y nos lleva a un terreno firme a prueba de lágrimas.
Para darle algún lenitivo a mi lacerado corazón y algo de sosiego a mi alma, con frecuencia debo acudir a los buenos recuerdos de cuando nos echábamos todos a volar en aquellos días repletos de amistad que dejaron una impronta en mi vida y que el tiempo jamás doblegará, pues, si algún día nos invade la peste del olvido, ahí sí estará muerto de verdad.
El genial hermano, hecho con material resistente al olvido, compinche de mi niñez y testigo de mi infancia, lo recuerdo como fue en nuestra natal Algeciras: hombre, adolescente y niño; muchas veces, todo en un mismo día, con alma de niño mal aprendida y cuerpo de viejo mal enseñado, pero jovial y alegre como la melodía de aquella canción que siempre está a la mano para salvarme en cualquier situación. Ese es su seguro de vida contra el olvido y para revivirla, con una profunda devoción en el recuerdo, déjenme contarles algunas anécdotas que el espíritu se complace en recordar.
Un día, haciendo gala de ese niño interior que todos llevamos, con esa calculada “dureza” con la que intentaba ocultar su corazón de niño, Jaime recibió su carro nuevo, de esos que tienen un sistema de apagado retardado de luces delanteras (recién salidas en la época y les llaman “luces de cortesía”) que permiten caminar del vehículo a la puerta de la casa por un sendero iluminado. Cuando dejaba el vehículo estacionado en la noche, nunca faltaba alguien bien intencionado que le indicara que había dejado encendidas las luces. Una noche, salió del auto y se dirigió a una tienda. Como de costumbre, un hombre sacó la cabeza de su vehículo y le indicó: "¡las luces!". Entonces, Jaime regresó hacia su carro nuevo, y como en “El auto fantástico”, la famosa serie de televisión, le habló al vehículo, le dio la orden “apagar luces” y en ese mismo instante, por coincidencia, las luces se apagaron. Le dio las gracias al asombrado hombre y entró a la tienda. Parecía un niño chiquito.
Otra vez que recuerdo entrañablemente por la grandeza de su corazón y su buen sentido del humor: una tarde, muy jóvenes, jugábamos futbol y Jaime, accidentalmente hirió a otro jugador, un buen amigo nuestro. Al reclamarle durante la amable discusión, Jaime le respondió al herido, muy jocosamente, que había sido él quien le había asestado un peligroso “parpadazo” a su guayo derecho. Años después, ya siendo médico especialista, le hizo cirugía plástica gratis al jugador que él mismo había herido. Con ese gesto, quedó completamente sanada la herida que con el tiempo había hecho queloide y quedó saldada una deuda de cariño.
Cuando nació Jaime–Decía mi madre– en lugar de llorar, salió cantando. Tenía una voz privilegiada, limpia y argentada que le permitía medírsele con propiedad a lo que fuera: bambucos, corridos, rancheras y merengues, bien acomodados en su guitarra. Desde el primer compás, destilaba esa alegría que entregaba por medio de la risa, el canto, la palabra, versos, dichos y amoríos en muchos amaneceres con los que azotábamos las madrugadas algecireñas y lográbamos empatar las noches con los días y los viernes con los lunes. Y si algún anfitrión no resistía hasta el amanecer y empezaba a despedirnos, decía: “De peores partes me han echado”. Pero si no lo incluían en alguna celebración, se aparecía diciendo: “No necesito que me admitan con tal de que me dejen entrar”. Otras veces, inventaba cualquier motivo con el solo pretexto de organizar la fiesta él mismo, “con tal de que no lo dejaran por fuera”. Era una invitación a la vida. Podían encontrarnos en cualquier tipo de celebración, cantando en calles y terrazas, cumpleaños, aniversarios, bodas, despedidas de solteras, en mil y una verbenas, parrandas ecuménicas y serenatas.
Jaime monopolizó mi vida y amarró mis sentimientos a las cuerdas de su guitarra en la que nuestros cantos encontraron la medida y el tono preciso, dejando un sinfín de historias con las que, gracias a los dioses tutelares de los buenos bohemios, nos convertimos en unos impenitentes flagelándonos en tantas tenidas etílicas de anécdotas y canciones, mientras su fino humor matizaba el ambiente para sondear y repasar, una y otra vez, su extenso repertorio con el que se burlaba de la vida y de la muerte y del cual destaco el hermoso tango “Te acordás hermano”, y otras que, sin advertir que presagiaba la amarga desolación que hoy padecemos, pero que sonaban como la conjetura de una fatal premonición. Una era el bolero “Nuestro Juramento”, famosa en las versiones de Javier Solís y Julio Jaramillo, quizás por la promesa de amor que simboliza, o talvez por el contenido del verso que dice: “…𝘚𝘪 𝘺𝘰 𝘮𝘶𝘦𝘳𝘰 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰, 𝘦𝘴 𝘵𝘶 𝘱𝘳𝘰𝘮𝘦𝘴𝘢 / 𝘴𝘰𝘣𝘳𝘦 𝘥𝘦 𝘮𝘪 𝘤𝘢𝘥á𝘷𝘦𝘳 𝘥𝘦𝘫𝘢𝘳 𝘤𝘢𝘦𝘳 / 𝘵𝘰𝘥𝘰 𝘦𝘭 𝘭𝘭𝘢𝘯𝘵𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘣𝘳𝘰𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘵𝘶 𝘵𝘳𝘪𝘴𝘵𝘦𝘻𝘢…𝘚𝘪 𝘵𝘶𝘴 𝘮𝘶𝘦𝘳𝘦𝘴 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰, 𝘺𝘰 𝘵𝘦 𝘱𝘳𝘰𝘮𝘦𝘵𝘰 / 𝘦𝘴𝘤𝘳𝘪𝘣𝘪𝘳é 𝘭𝘢 𝘩𝘪𝘴𝘵𝘰𝘳𝘪𝘢 𝘥𝘦 𝘯𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘰 𝘢𝘮𝘰𝘳…”. La otra era el vallenato de Escalona “Jaime Molina” que cantaba como: “𝘙𝘦𝘤𝘶𝘦𝘳𝘥𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘑𝘢𝘪𝘮𝘦 𝘛𝘰𝘷𝘢𝘳 / 𝘊𝘶𝘢𝘯𝘥𝘰 𝘦𝘴𝘵𝘢𝘣𝘢 𝘣𝘰𝘳𝘳𝘢𝘤𝘩𝘰, 𝘱𝘰𝘯í𝘢 𝘦𝘴𝘵𝘢 𝘤𝘰𝘯𝘥𝘪𝘤𝘪ó𝘯 / 𝘘𝘶𝘦, 𝘴𝘪 𝘺𝘰 𝘮𝘰𝘳í𝘢 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰 é𝘭 𝘮𝘦 𝘩𝘢𝘤í𝘢 𝘶𝘯 𝘳𝘦𝘵𝘳𝘢𝘵𝘰 / 𝘖, 𝘴𝘪 é𝘭 𝘴𝘦 𝘮𝘰𝘳í𝘢 𝘱𝘳𝘪𝘮𝘦𝘳𝘰 𝘭𝘦 𝘴𝘢𝘤𝘢𝘣𝘢 𝘶𝘯 𝘴𝘰𝘯…”. Pues yo, ahora prefiero que él me hiciera el retrato (bueno; él, realmente no hacia retratos, hacia bustos) y no cantarle el son.
Y de serenatas, ni hablar; era muy común verlo bajo cualquier dintel dando serenata, con la emoción que despierta una melodía al romper el hielo nocturno (Y, a veces, el frio de la novia), y al otro día, con seguridad, amanecía de novio. Me daba gusto la alegría que sentía al ver la luz encendida de la alcoba de su pretendida o su amada. En lo personal, tengo muchas vivencias simpáticas, pero recuerdo dos o tres episodios que aún viven en las madrugadas y, que tan solo evocarlos, se torna incontenible la risa. Alguna vez, prestos y dispuestos, llegamos a la casa de su novia, una mujer muy bella. Íbamos preparados con una serenata romántica de reconciliación porque estaban peleados, pero ella alcanzó a escuchar los primero trinos y nos recibió con una jarrada de agua (todavía espero que haya sido agua), entonces, rápidamente cambió de parecer y empezó a cantar el famoso tema de los Betos: “𝘘𝘶𝘪𝘴𝘪𝘦𝘳𝘢 𝘮𝘢𝘵𝘢𝘳𝘵𝘦 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘲𝘶𝘦 𝘯𝘰 𝘴𝘪𝘨𝘢𝘴 𝘦𝘯𝘨𝘢ñ𝘢𝘯𝘥𝘰 / 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘵𝘶 𝘦𝘯𝘨𝘢ñ𝘢𝘴𝘵𝘦 𝘢 𝘮𝘪 𝘧𝘪𝘦𝘭 𝘤𝘰𝘳𝘢𝘻ó𝘯 𝘩𝘰𝘯𝘳𝘢𝘥𝘰…”; yo no tuve más remedio que seguirlo con el coro: “…𝘯𝘰 𝘷𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘯𝘪 𝘶𝘯 𝘱𝘭𝘰𝘮𝘰 𝘲𝘶𝘦 𝘺𝘰 𝘥𝘪𝘴𝘱𝘢𝘳𝘦 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘮𝘢𝘵𝘢𝘳𝘵𝘦 / 𝘵𝘶 𝘯𝘰 𝘷𝘢𝘭𝘦𝘴 𝘯𝘢𝘥𝘢 𝘷𝘦𝘵𝘦 𝘥𝘦 𝘢𝘲𝘶í 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘯𝘰 𝘮𝘪𝘳𝘢𝘳𝘵𝘦…”.
Otro día cualquiera, pasó por mí para darle serenata a una novia. En el camino me advirtió que era casada y me dijo muy animado: “Apenas salga ella, se acaba la serenata, usted se lleva el carro y me recoge mañana temprano. Tan pronto terminó la primera canción, en medio del sereno se abrió la puerta y salió un hombre en calzoncillos -supuestamente, el marido- (algo que Jaime no esperaba pues la mujer le había asegurado que no estaba en la ciudad) y, señalándonos con el dedo índice, en tono amenazante, preguntó: “¿a quién le están cantando ustedes? Jaime, con una serenidad pasmosa que rayaba en el descaro, mientras me temblaban las piernas del pánico, respondió: “A la señora del segundo piso”; el hombre suspiró, se dio media vuelta y antes de cerrar la puerta, añadió: “…que pena interrumpirlos, pero sigan cantando que se les oye bonito”. Jaime solo atinó a decirme en voz baja: “vámonos antes de que este hombre caiga en cuenta que ésta casa es de un solo piso'", recordaba con una carcajada.
Uno de los episodios que más recuerdo, fue un recital que ofreció en el Auditorio del Hospital General de Neiva como homenaje a las enfermeras en su día, el 12 de mayo de 1991, pocos días antes del fatal viaje. Era un tipo muy querible, poseedor de una gran sensibilidad, se tomaba su profesión con seriedad y le gustaba divertirse. Tenía un notable sentido del humor, un auténtico maestro por antonomasia en las lides del mamagallismo y diestro en el arte de la ironía y la mordacidad; se complacía en desplegar su sarcasmo caustico y su genial inventiva de crítico agudo. Ese día soltó retahílas, apuntes y chistes para animar y dar variedad a la celebración. Había llegado un poco tarde al evento y desde que apareció en el escenario, se excusó diciendo que había tenido “un trancón…debajo de las cobijas”. Cuando empezamos a cantar los cinco hermanos, soltó dichos como. “Sube más una cometa de cemento que mi hermano…tiene más medida un sastre borracho”; y hasta llegó a comparar su amado Atlético Huila con su profesión; decía: “En el Huila tenemos un equipo de futbol que parece una cirugía plástica, porque no se le ven los puntos”.
A manera de chiste, contó que recién egresado de Medicina, había leído en Bogotá un anuncio en que se solicitaba "Asistente para prestigioso Ginecólogo", y que se había presentado a la dirección suministrada por el aviso para averiguar más detalles sobre el empleo, a lo que el encargado le dijo: “El empleo requiere que prepare a las damas para su examen con el ginecólogo; debe lavar muy bien las partes íntimas de la pacientes, aplicar espuma y rasurar con cuidado el vello púbico; después untar con aceite suavizante las ingles para que las revise el especialista; el sueldo mensual es de diez millones, pero hay que ir hasta Chía-dijo el empleado. Jaime, muy entusiasmado con esa primera oportunidad de trabajo, respondió: No hay problema, trabajar en Chía es como trabajar en Bogotá, a lo que el empleado aclaró: No señor, el trabajo es aquí en Bogotá, pero la fila de aspirantes, ¡ya va por Chía! Las paredes de ese auditorio, aún están llenas de risas. Sostenía que el arte de la medicina consiste en mantener al paciente de buen humor, mientras la naturaleza hace el milagro de la curación.
Mi hermano era todo un caballero; un señor con todas las letras. Elegante en el trato, sonreía con cordialidad sincera y alegre. Nada puede interpretar la verdadera esencia de su ser como cuando se retrataba en una de sus canciones favoritas: “…𝘷𝘦𝘯𝘨𝘰 𝘤𝘰𝘮𝘰 𝘦𝘭 𝘥𝘦 𝘉𝘰𝘳𝘪𝘯𝘲𝘶𝘦𝘯; 𝘭𝘰𝘤𝘰 𝘥𝘦 𝘤𝘰𝘯𝘵𝘦𝘯𝘵𝘰”. Consagró su existencia y sus acciones al bien, y siempre se mostró solícito ante los problemas de sus semejantes, guiado por un elevado sentimiento de altruismo; y al deber, con resolución y entereza, con esmero y pulimento, con brillo y probidad. Era tan bueno como una historia con final feliz e hizo del amor una actitud hacia el mundo. Aunque siempre procuraba ver lo bueno y no lo malo, era el prior de la cofradía de los que no tragan entero; por eso, no me explico cómo pudo caer tan ingenuamente en la trampa de sus asesinos.
Yo admiraba su ilimitada confianza en sí mismo, la riqueza de su integridad moral y su avidez intelectual, pero, sobre todo, su habilidad para el dialogo y la comunicación: nada se guardaba y sabia callar, virtud doblemente admirable en una persona bien dotada para la charla. Cuando nos enfrascábamos en el cariño y la conversación, eran meros interludios de duelo dialectico, coloquial y ameno en los que podíamos convertir en risas las discusiones, y los asuntos serios, los sabía revestir de ropaje festivo, como una irresistible forma de la felicidad.
Habíamos caminado juntos; nuestras vidas habían marchado tan estrechamente unidas, que hubiese sido muy difícil separarlas, sin que muriera alguno de los dos. Fue un apoyo excepcional en todos los tambaleos de mi vida y fue la parte buena de mi propia conciencia. Quizá ese recorrido paralelo se asemeje mucho al que realizan los hermanos por la vida, ese que la fuerza genética impone para crear un perfil común, un origen común, idénticas glorias e infortunios, las mismas esperanzas y, a veces, hasta los mismos amores; pero, ¿quién podía competirle con su simpatía?
En materia de mujeres, siempre vivió bajo los efectos del corazón. Era un enamorado retozón y redomado, bohemio de enaguas y siempre andaba detrás de una, no importaba quien la luciera, alguna espigada muchacha por la que solía trastabillar y le gastaba todo el arsenal romántico con que estaba apertrechado, pero con ninguna se atrevió a saltar la mera alambrada de las simples galanterías, hasta que conoció a la bella dama payanesa Liliana Varona Arcila, estudiante de Antropología de la Universidad del Cauca, quien falleció, solo un mes después de la boda con Jaime. Entonces se le abrió un paréntesis sentimental, se le puso el corazón “patasarriba”, se sumergió en el hueco sin fondo de una desilusión amorosa y, como un perro regañado con el rabo entre las piernas -como perro con gusanera, decía él-, andaba vuelto añicos a causa del corte de franela sentimental que la vida le había propinado. Luego de unos años, tratando de conservar el equilibrio en esa cuerda floja de sus acrobacias sentimentales, su gran corazón le reveló que el gozo del amor es más grande que cualquier herida sentimental, que tras la borrasca viene la calma y tras la amarga ausencia viene el consuelo, quiso la buena fortuna que se encontrara con Victoria Eugenia Henao Gómez, quien le puso “tatequieto” y con quien escribió la página más grande de su historia: sus hijos Jaime Andrés y Felipe (bebé que nació pocos meses después de la muerte de Jaime) quienes, junto a José Luis, el mayor, fueron su adoración.
Hay personas cuyo talento y disposición las capacita para vencer la adversidad y la tediosa rutina de la existencia. Aunque la grandeza solo conoce breves intervalos de la gloria, Jaime aspiró a cosas superiores y acabó por construirlas, gracias a sus ansias incontenibles de superación constante. Había viajado al Ecuador a estudiar Medicina en la Universidad de Guayaquil, sin más capital que su gran corazón y su sentimentalismo a flor de piel, y al precio de maternas lágrimas, buscando fundamento a sus esperanzas. Era pintor, pero sobre todo escultor. Fiel a la pasión, hizo cursos de escultura y de electrónica (mecatrónica) avanzada que después puso en práctica con su especialidad en Cirugía Plástica y Reconstrucción de Manos. Por aquellas calendas de privación y escaseces en Ecuador, sacó a pasear su música por la vida y vivió del canto. En cartas me escribía: “…soy tan feliz como puedo serlo, pero jamás dejo de recordar que el solo existir es divertido, y aquí estoy exprimiéndole los mejores jugos a la vida…”. "Me muero por vivir", decía en las cartas. Era de esas personas que saben paladear el mal y degustar el sabor embriagante de la conquista para poder disfrutar lo bueno, y no daba abasto para congraciarse con su buena suerte. Quiso hacer muchas cosas: se graduó de Médico en la Universidad del Cauca. Se especializó en Cirugía Plástica en la Universidad de Antioquia. Incluso, alguna vez me confesó que aspiraría a la Asamblea Departamental del Huila para apoyar a Hugo, pero, no solo se frustraron sus sueños de ser un buen diputado si no que la vida para la familia, dio un vuelco total.
Llevó una existencia acelerada con una sed inmensa de vida, con mística y fortaleza por alcanzar el objeto de sus aspiraciones. Vivió tan desaforadamente, vertiginosamente; tan intensamente, como si supiera que moriría pronto. Y así fue; pronto se marchó a otro puerto y hoy es un ciudadano del cielo, como decía Barba–Jacob: “𝘭𝘦𝘷ó 𝘢𝘯𝘤𝘭𝘢𝘴 𝘱𝘢𝘳𝘢 𝘥𝘦𝘴𝘱𝘭𝘦𝘨𝘢𝘳 𝘴𝘶𝘴 𝘷𝘦𝘭𝘢𝘴 𝘢𝘯𝘵𝘦 𝘦𝘭 𝘦𝘮𝘱𝘶𝘫𝘦 𝘥𝘦𝘭 𝘷𝘪𝘦𝘯𝘵𝘰 𝘪𝘯𝘦𝘭𝘶𝘤𝘵𝘢𝘣𝘭𝘦”.
La noche del funeral, hasta el cielo lloró; caía una llovizna finísima y cada gota era una espina que hería el alma. Jaime había cometido su único acto de deslealtad: se le dio por marchar al cielo muy temprano, sin avisar, sin pedir permiso y sin despedirse. Lo enterramos con delegaciones de acción comunal que venían del ámbito que él había enriquecido espiritualmente, donde su presencia se echaba de menos y se le recuerda con admiración; lo agasajaron con la cordialidad del primer día, en un homenaje que desbordó los límites del reconocimiento a una vida creadora, consecuencia lógica de los laureles que el prestigio de su nombre merece.
Durante el funeral, dos colegas de Jaime hablaron sobre él y sus hermosas palabras me consolaron. Según mi padre, era demasiado bueno para este mundo. Respecto a este episodio, ya había contado una simpática y curiosa anécdota. Cuando estábamos en la sala de velación, llorando con mi padre la terrible partida de Jaime, su médico de cabecera, en un momento, en medio de la desgarradora escena, talvez por esas cosas fortuitas que tienen que ocurrir para que la historia siga su curso, o tratando inútilmente de consolarlo o, quizás, buscando una respuesta que disipara mi ansiedad, le pregunté a mi padre: Papá, porqué Él, ¿si era el mejor? (con la venia de los otros hermanos). Me respondió: “hijo, porque Dios escoge a sus elegidos para que disfruten de su gloria eterna”. Mientras mi padre observaba mi rostro perplejo de tribulación, pensé: ¿será que estoy vivo por ser malo?; Papá, como queriendo adivinar lo que yo estaba sintiendo, me susurró: “Mijo, lo bueno no dura”, haciendo alarde de su infinita ternura y profunda sabiduría versada en dichos y refranes y, para acabar de acomodar las cosas acrecentando mi angustia, sabiendo que ya la había “embarrado” conmigo, sólo atinó a decir, esbozando una leve sonrisa y apelando a su buen sentido del humor: “hijo, no se preocupe que yerba mala nunca muere”; y me aplicó un abrazo de consuelo. Finalmente, quedé tranquilo porque le había robado una sonrisa en medio de semejante dolor.
De ese doloroso trance, hoy se cumplen 30 años, y aun sigo esperando que Jaime cumpla la cita, sin imaginar este duro giro del destino. Jaime solía ser muy cumplido, pero Dios sabe mejor que el hombre lo que al hombre le conviene, por eso decimos: 𝘤ú𝘮𝘱𝘭𝘢𝘴𝘦 𝘴𝘦ñ𝘰𝘳 𝘵𝘶 𝘷𝘰𝘭𝘶𝘯𝘵𝘢𝘥 𝘺 𝘯𝘰 𝘭𝘢 𝘯𝘶𝘦𝘴𝘵𝘳𝘢.
Durante nuestra existencia, tenemos muchas citas que debemos cumplir, irremediablemente: con la vida, con el amor, con la muerte, con el éxito, más las que agendamos en razón del trabajo. Hoy, Jaime está cumpliendo con la única cita a la que ninguno de los mortales puede faltar: dando cuentas al creador. Y la cita definitiva, donde nos volveremos a encontrar.
Como la vida siempre nos conduce a una situación mortal; entonces y solo entonces, cuando se cumpla mi mortal tarea y al fin cansado quiera desandar mis pasos; cuando llegue la sentencia de lo irremediable para que me expidan el diploma de difunto y se acabe esta vida transitoria; cuando al fin logre aligerar la pesadumbre en que han sido concebidos mis anhelos y quiera conciliar el sueño eterno; cuando la inexorable parca me salga al paso para saludarme y quiera arroparme con su frío e imperturbable semblante; entonces, y solo entonces, cuando nos volvamos a ver, cerraré los ojos para escuchar “Al sur” y espero, querido hermano, que estés ahí con los brazos abiertos, guardándome un sitio en esa feria celestial, donde todo es posible, para que cabalguemos al lado de San Juan y de San Pedro; allá, en la gloriosa mansión de los bienaventurados, donde espero tener las suficientes credenciales espirituales para ponerme a la altura de tu devoción; donde tendré la ocasión de enterarte de las nuevas y podamos continuar con lo que quedó pendiente de arreglar y cuidar para que la familia estuviese unida, como lo anhelas, para no separarnos nunca más, para rubricar mi admiración y para testificarte mi afecto agradecido por el canto, la palabra y la vida; para sentirme acompañado y con fuerzas para el resto del camino, porque aquí, aquí, aunque tu puesto aún está guardado, nada ha cambiado. Entonces, y solo entonces, tú que ya cumpliste tu misión en esta tierra, sabrás si merezco el beneficio de la espera, y sabremos si llego puntual a la cita definitiva.
Por: Alfonso Tovar Marroquin